Volatilidad. Así en las cuentas como en el suelo.
La vida no sólo es más bella que la muerte, también es más productiva.
Alguien mal intencionado pero bien relacionado, se apropia de un paraje que desde la noche de los tiempos ha sido sólo tierra americana.
Invariablemente el beneficiado atestiguará que se trata de un lugar en el medio de la nada, al que aún no llega la civilización.
Un sitio donde supuestamente los pumas atacan a la hacienda y la salvaje espesura impide el paso de un jinete montado a caballo.
Es y sigue siendo de una forma invariable, el mismísimo argumento de la tierra de nadie repetido tras quinientos años de mentirosa conquista.
Así se mensura y elige un lugar para un galpón de herramientas, se perfora la aguada y mientras se aprestan las cadenas a arrancar lo fino, se ensañan los hacheros con los troncos más añejos.
Así va tomando forma una picada que pronto se verá como la primera avenida de la futura estancia.
Con los postes ya elegidos y las varillas que se cambian en el aserradero, comienzan a tensarse los primeros hilos de un alambrado, confirmando en la tranquera que el espacio tiene ya un nombre y un dueño.
Pronto se instala allí un campamento transitorio poblado de menchos que no son otros que los mismos pobladores originarios ahora empleados de un obraje maderero.
Todos ellos aguardan expectantes por la llegada del progreso, mientras más máquinas y patrones van tomando posición sobre el impenetrable terreno.
Ellos ahora llamarán a la selva su campo, mancha que desde entonces crece todos los días en nuestro suelo.
El generoso excedente en madera, permite la venta de rollos y postes, la producción de leña, recortes, carbón y hasta la fabricación de ladrillos por la simple cocción del suelo.
La nueva penetración del sol estimula el desarrollo de las esperadas gramillas, las que se destinarán para alimento de alguna clase de hacienda vacuna.
Llega un puestero a cuidar el rodeo, al que invariablemente acompañan varios perros.
Para cuando no quedan más árboles, ni tampoco caen animales en las cimbras, llegan las gallinas, los chivos y los chanchos a servir de alimento e intercambio entre las humildes familias gauchas ya despojadas de la provisión de la montaraz espesura.
Se puebla entonces la memoria de los paisanos, de ausencias de seres que se fueron alejando.
Tigrillos de orejas redondas y miradas sagaces.
Aguarás de varias clases que de noche y con antifaz robaban huevos, ranas y caracoles de las lagunas vecinas; y esos conciertos de grillos y de sapos que se callaban sólo cuando el rayo sobresaltaba la magna presencia de la luna.
Para finales de los ’90 comenzó a acelerarse el atropello.
Ni la hacienda, ni el algodón, ni las antiguas poblaciones criollas pudieron mantenerse al margen de la invasión transgénica.
Ya con la crisis del 2002 se abre paso en toda la región, el destructivo modelo del monocultivo de soja.
El saqueo de los bancos precipitó el saqueo del suelo y sin mirar por la madera, ni la hacienda, ni la gente y sus cultivos estacionales, se impuso por todo objetivo la obtención del bendito excedente financiero.
De nuevo el éxodo del poblador ancestral y el despojo.
Ni en los ríos quedo vida.
El desierto verde se cobra su principal víctima en nuestra cultura nativa.
Ni la plata, ni la napa. Queda la nada.
El agotamiento del suelo, la evaporación y contaminación de los cursos de agua, la erosión eólica de una tierra que se vuela de mirarla, o que se vienen en alud por el río arrastrando todo a su paso.
Es la paradoja de juntar ganancia en moneda electrónica en un banco de desconocido paradero, a cambio de un ciclo que ya conjuga a la muerte, la miseria y la indiferencia como parte de su engañoso propósito.
Es el final de la proverbial riqueza argentina y el principio de una pauperización a la que jamás debimos quedar expuestos.
Ni castillos, ni pirámides dejan, sólo huyen dejando detrás un desierto estéril y la deuda humanitaria de un saqueo al que sólo algunos llamaron progreso.
Por Arturo Avellaneda
permahabitante.blogspot.com
La vida no sólo es más bella que la muerte, también es más productiva.
Alguien mal intencionado pero bien relacionado, se apropia de un paraje que desde la noche de los tiempos ha sido sólo tierra americana.
Invariablemente el beneficiado atestiguará que se trata de un lugar en el medio de la nada, al que aún no llega la civilización.
Un sitio donde supuestamente los pumas atacan a la hacienda y la salvaje espesura impide el paso de un jinete montado a caballo.
Es y sigue siendo de una forma invariable, el mismísimo argumento de la tierra de nadie repetido tras quinientos años de mentirosa conquista.
Así se mensura y elige un lugar para un galpón de herramientas, se perfora la aguada y mientras se aprestan las cadenas a arrancar lo fino, se ensañan los hacheros con los troncos más añejos.
Así va tomando forma una picada que pronto se verá como la primera avenida de la futura estancia.
Con los postes ya elegidos y las varillas que se cambian en el aserradero, comienzan a tensarse los primeros hilos de un alambrado, confirmando en la tranquera que el espacio tiene ya un nombre y un dueño.
Pronto se instala allí un campamento transitorio poblado de menchos que no son otros que los mismos pobladores originarios ahora empleados de un obraje maderero.
Todos ellos aguardan expectantes por la llegada del progreso, mientras más máquinas y patrones van tomando posición sobre el impenetrable terreno.
Ellos ahora llamarán a la selva su campo, mancha que desde entonces crece todos los días en nuestro suelo.
El generoso excedente en madera, permite la venta de rollos y postes, la producción de leña, recortes, carbón y hasta la fabricación de ladrillos por la simple cocción del suelo.
La nueva penetración del sol estimula el desarrollo de las esperadas gramillas, las que se destinarán para alimento de alguna clase de hacienda vacuna.
Llega un puestero a cuidar el rodeo, al que invariablemente acompañan varios perros.
Para cuando no quedan más árboles, ni tampoco caen animales en las cimbras, llegan las gallinas, los chivos y los chanchos a servir de alimento e intercambio entre las humildes familias gauchas ya despojadas de la provisión de la montaraz espesura.
Se puebla entonces la memoria de los paisanos, de ausencias de seres que se fueron alejando.
Tigrillos de orejas redondas y miradas sagaces.
Aguarás de varias clases que de noche y con antifaz robaban huevos, ranas y caracoles de las lagunas vecinas; y esos conciertos de grillos y de sapos que se callaban sólo cuando el rayo sobresaltaba la magna presencia de la luna.
Para finales de los ’90 comenzó a acelerarse el atropello.
Ni la hacienda, ni el algodón, ni las antiguas poblaciones criollas pudieron mantenerse al margen de la invasión transgénica.
Ya con la crisis del 2002 se abre paso en toda la región, el destructivo modelo del monocultivo de soja.
El saqueo de los bancos precipitó el saqueo del suelo y sin mirar por la madera, ni la hacienda, ni la gente y sus cultivos estacionales, se impuso por todo objetivo la obtención del bendito excedente financiero.
De nuevo el éxodo del poblador ancestral y el despojo.
Ni en los ríos quedo vida.
El desierto verde se cobra su principal víctima en nuestra cultura nativa.
Ni la plata, ni la napa. Queda la nada.
El agotamiento del suelo, la evaporación y contaminación de los cursos de agua, la erosión eólica de una tierra que se vuela de mirarla, o que se vienen en alud por el río arrastrando todo a su paso.
Es la paradoja de juntar ganancia en moneda electrónica en un banco de desconocido paradero, a cambio de un ciclo que ya conjuga a la muerte, la miseria y la indiferencia como parte de su engañoso propósito.
Es el final de la proverbial riqueza argentina y el principio de una pauperización a la que jamás debimos quedar expuestos.
Ni castillos, ni pirámides dejan, sólo huyen dejando detrás un desierto estéril y la deuda humanitaria de un saqueo al que sólo algunos llamaron progreso.
Por Arturo Avellaneda
permahabitante.blogspot.com
Comentarios